No todos los días se cumplen 100 posts, así que para conmemorar esta distinguida cifra he pensado utilizar un escrito que mi compi de insti me pidió para la revista (que iniciará su andadura cuando se entreguen las notas) un texto que figurase en ella. En él hablo de mis inicios y es el siguiente, titulado (muy originalmente) "Los inicios":
Mi compañera M. me pidió que escribiera un relato para la revista. En principio, esto iba a ser un relato de ficción, hasta que mi compañera A. me dio una mejor idea: hablar de mi primer día como profesor; tema que voy a ampliar, por aquello de establecer paralelismos con los inicios de esta revista, a mis inicios como profe. Porque, como ya bien sabéis –en condición de los preadolescentes, adolescentes o postadolescentes que sois y por tanto inmersos en el difícil tránsito hacia la vida adulta–, los inicios son muy duros.
Y más cuando no se nace –en mi caso– pensando ser profesor. ¡Si yo estaba deseando salir del instituto! ¿Cómo he acabado entonces dando clases, y más cuando soy una persona lo suficientemente tímida como para evitar cualquier exposición en público? Aún no he hallado la respuesta porque soy más dado a hacerme las preguntas y quedarme con las dudas. Sólo sé que estudié una carrera de rebote (bendito rebote, me encantó), Filología Española, porque no sabía qué quería estudiar en el futuro y sólo tenía claro que huiría de las ciencias por el duro trago de mi COU (hoy 2º de Bachillerato) con mates, física, química y biología; y sé que a pesar de unas buenas prácticas para ser profesor y de una buena nota en mis primeras oposiciones, estuve en el paro un buen tiempo alternándolo con oposiciones de administrativo y trabajos de breve duración y la misma escasa retribución; y sé que cuando ya ni contemplaba como posible acabar de docente, aprobé mis segundas oposiciones y me dieron una vacante en un instituto de un pueblo muy, muy lejano de la Comunidad de Madrid.
Ya se había hecho la presentación de las tutorías y al día siguiente empezaban las clases de forma oficial. Que no cunda el pánico, pensé. ¿Que no qué? ¡Si ya está extendido el pánico, o de otro modo no estarías hablando contigo mismo!
Y es que me encontraba casi de improviso en “el otro lado” (para vosotros, el lado oscuro, claro), hablando con los que serían futuros compañeros míos y pensando que había alguna clase de error porque yo no podía ser igual que ellos y fingir que sabía lo que era un instituto desde esa óptica tan extraña. Al llegar, la muchedumbre se agolpaba a las puertas, ¡qué horror! Pero esos compañeros me ayudaron mucho y gracias en parte a ellos no huí despavorido y me dediqué a otra cosa (para desgracia de muchos de vosotros, jeje).
Tuve suerte mi primer día: empecé con un 1º de ESO y parecían asustados, aunque no sabían que yo lo estaba más que ellos. Me tranquilicé y después la mañana no fue tan dura como pensaba. Esas primeras semanas, llevaba preparadas mis clases casi hasta el extremo de contar los minutos para cada sesión, aunque pronto vi que lo principal era adaptarse a las situaciones que escapan a tu control:
Estás, por ejemplo, con los elementos de comunicación; toda la tarde anterior preparándolo, estudiándolo, revisando los ejercicios. Empiezas a explicar, y… “Profe, M. me está tirando papelitos”. “M., estáte quietecito”, dices sobre la marcha. Antes de que puedas proseguir, M interviene: “Es que L. me ha llamado gilipollas”. Y entonces se lía porque los demás compañeros necesitan opinar al respecto y de pronto te encuentras avasallado por una masa de voces confusas y acopladas. La de gritos que exhalé ese año mandando callar…
Poco a poco vas cogiendo tablas y conociendo a tus alumnos, pero hasta entonces estás expuesto a sucesos como la anécdota que voy a referir de ese primer año y que hace las delicias de mis amigos cuando se la cuento (me lo piden, ahondando en la herida):
Refuerzo de lengua. Viernes. Última hora. No hay modo humano de contener a aquellos seres bajitos y traviesos (el tiempo transcurrido suaviza mi forma de referirme a ellos; en esos momentos los adjetivos habrían subido de tono). Todo sucede deprisa y de forma confusa. En las últimas filas un pequeñajo por lo visto escupe a un chico que es como un armario. Se enfada. El pequeñajo y el armario se enzarzan en una persecución alrededor de dos mesas centrales. Al armario le faltan las babas para parecer rabioso. El pequeñajo va perdiendo fuerzas y si cae en sus garras no llegará a crecer en la vida. El profesor (yo), atónito, superado, piensa en la integridad del pequeño y por tanto decide abrir la puerta para facilitar su huida, pero no prevé lo que sucede a continuación: no sólo el armario le persigue, sino que el 95% de la clase sale del aula para jalear la pelea. Es decir, me quedo con apenas dos o tres en clase, la puerta en mi mano y una cara de estupor que no tiene precio. ¡Se me había escapado una clase entera! ¡Más que un profe parecía un mago, había hecho desaparecer a casi veinte alumnos! Luego las aguas volvieron a su cauce y nunca más se me ha escapado una clase entera, así que debe de ser cierto que aprendes con la experiencia.
¿O qué os creíais? ¿Que nacemos con la tiza en la mano? ¿Que pertenecemos a otra raza diferente a la vuestra y, en general, a la del ser humano, sólo preocupados por vuestra asistencia, que hagáis los deberes, estudieis, no pongáis tilde al ‘ti’ (bueno, eso ya más bien yo…) y no masquéis chicle en clase? ¿Que sólo existimos durante seis horas y luego nos desvanecemos para volver a materializarnos a las ocho y veinte? Pues no, somos también personas, como vosotros, y respiramos, dormimos, tenemos nuestras aficiones…
Eso sí, las vivencias en las aulas nos afectan de muchas maneras, tanto a corto plazo –es inevitable pensar el fin de semana lo que vamos a ver el lunes; o llevarnos las preocupaciones a casa si nos han montado un pollo o no sabes cómo solucionar algún problema–, como a largo plazo: el profesor que soy ahora o que seré después no es sino el compendio de todas las horas que he permanecido encerrado entre las cuatro paredes presididas por una pizarra y, sobre todo, habitadas por ese conjunto de alumnos (ahora vosotros) con sus miedos, preocupaciones, experiencias sueños, motivaciones... Y no hay nada mejor que presenciar vuestros inicios y ayudaros a que os forméis como personas y afiencéis vuestra andadura.
Mi compañera M. me pidió que escribiera un relato para la revista. En principio, esto iba a ser un relato de ficción, hasta que mi compañera A. me dio una mejor idea: hablar de mi primer día como profesor; tema que voy a ampliar, por aquello de establecer paralelismos con los inicios de esta revista, a mis inicios como profe. Porque, como ya bien sabéis –en condición de los preadolescentes, adolescentes o postadolescentes que sois y por tanto inmersos en el difícil tránsito hacia la vida adulta–, los inicios son muy duros.
Y más cuando no se nace –en mi caso– pensando ser profesor. ¡Si yo estaba deseando salir del instituto! ¿Cómo he acabado entonces dando clases, y más cuando soy una persona lo suficientemente tímida como para evitar cualquier exposición en público? Aún no he hallado la respuesta porque soy más dado a hacerme las preguntas y quedarme con las dudas. Sólo sé que estudié una carrera de rebote (bendito rebote, me encantó), Filología Española, porque no sabía qué quería estudiar en el futuro y sólo tenía claro que huiría de las ciencias por el duro trago de mi COU (hoy 2º de Bachillerato) con mates, física, química y biología; y sé que a pesar de unas buenas prácticas para ser profesor y de una buena nota en mis primeras oposiciones, estuve en el paro un buen tiempo alternándolo con oposiciones de administrativo y trabajos de breve duración y la misma escasa retribución; y sé que cuando ya ni contemplaba como posible acabar de docente, aprobé mis segundas oposiciones y me dieron una vacante en un instituto de un pueblo muy, muy lejano de la Comunidad de Madrid.
Ya se había hecho la presentación de las tutorías y al día siguiente empezaban las clases de forma oficial. Que no cunda el pánico, pensé. ¿Que no qué? ¡Si ya está extendido el pánico, o de otro modo no estarías hablando contigo mismo!
Y es que me encontraba casi de improviso en “el otro lado” (para vosotros, el lado oscuro, claro), hablando con los que serían futuros compañeros míos y pensando que había alguna clase de error porque yo no podía ser igual que ellos y fingir que sabía lo que era un instituto desde esa óptica tan extraña. Al llegar, la muchedumbre se agolpaba a las puertas, ¡qué horror! Pero esos compañeros me ayudaron mucho y gracias en parte a ellos no huí despavorido y me dediqué a otra cosa (para desgracia de muchos de vosotros, jeje).
Tuve suerte mi primer día: empecé con un 1º de ESO y parecían asustados, aunque no sabían que yo lo estaba más que ellos. Me tranquilicé y después la mañana no fue tan dura como pensaba. Esas primeras semanas, llevaba preparadas mis clases casi hasta el extremo de contar los minutos para cada sesión, aunque pronto vi que lo principal era adaptarse a las situaciones que escapan a tu control:
Estás, por ejemplo, con los elementos de comunicación; toda la tarde anterior preparándolo, estudiándolo, revisando los ejercicios. Empiezas a explicar, y… “Profe, M. me está tirando papelitos”. “M., estáte quietecito”, dices sobre la marcha. Antes de que puedas proseguir, M interviene: “Es que L. me ha llamado gilipollas”. Y entonces se lía porque los demás compañeros necesitan opinar al respecto y de pronto te encuentras avasallado por una masa de voces confusas y acopladas. La de gritos que exhalé ese año mandando callar…
Poco a poco vas cogiendo tablas y conociendo a tus alumnos, pero hasta entonces estás expuesto a sucesos como la anécdota que voy a referir de ese primer año y que hace las delicias de mis amigos cuando se la cuento (me lo piden, ahondando en la herida):
Refuerzo de lengua. Viernes. Última hora. No hay modo humano de contener a aquellos seres bajitos y traviesos (el tiempo transcurrido suaviza mi forma de referirme a ellos; en esos momentos los adjetivos habrían subido de tono). Todo sucede deprisa y de forma confusa. En las últimas filas un pequeñajo por lo visto escupe a un chico que es como un armario. Se enfada. El pequeñajo y el armario se enzarzan en una persecución alrededor de dos mesas centrales. Al armario le faltan las babas para parecer rabioso. El pequeñajo va perdiendo fuerzas y si cae en sus garras no llegará a crecer en la vida. El profesor (yo), atónito, superado, piensa en la integridad del pequeño y por tanto decide abrir la puerta para facilitar su huida, pero no prevé lo que sucede a continuación: no sólo el armario le persigue, sino que el 95% de la clase sale del aula para jalear la pelea. Es decir, me quedo con apenas dos o tres en clase, la puerta en mi mano y una cara de estupor que no tiene precio. ¡Se me había escapado una clase entera! ¡Más que un profe parecía un mago, había hecho desaparecer a casi veinte alumnos! Luego las aguas volvieron a su cauce y nunca más se me ha escapado una clase entera, así que debe de ser cierto que aprendes con la experiencia.
¿O qué os creíais? ¿Que nacemos con la tiza en la mano? ¿Que pertenecemos a otra raza diferente a la vuestra y, en general, a la del ser humano, sólo preocupados por vuestra asistencia, que hagáis los deberes, estudieis, no pongáis tilde al ‘ti’ (bueno, eso ya más bien yo…) y no masquéis chicle en clase? ¿Que sólo existimos durante seis horas y luego nos desvanecemos para volver a materializarnos a las ocho y veinte? Pues no, somos también personas, como vosotros, y respiramos, dormimos, tenemos nuestras aficiones…
Eso sí, las vivencias en las aulas nos afectan de muchas maneras, tanto a corto plazo –es inevitable pensar el fin de semana lo que vamos a ver el lunes; o llevarnos las preocupaciones a casa si nos han montado un pollo o no sabes cómo solucionar algún problema–, como a largo plazo: el profesor que soy ahora o que seré después no es sino el compendio de todas las horas que he permanecido encerrado entre las cuatro paredes presididas por una pizarra y, sobre todo, habitadas por ese conjunto de alumnos (ahora vosotros) con sus miedos, preocupaciones, experiencias sueños, motivaciones... Y no hay nada mejor que presenciar vuestros inicios y ayudaros a que os forméis como personas y afiencéis vuestra andadura.