- Julián, M., venid aquí, nos dice el director.
M. reacciona con prontitud: "Ha sido él".
El director la ignora. Sin ningún tipo de preámbulo, nos pregunta nuestra edad. "No es que me interese", aclara a continuación. Yo pienso: "Ya, no es que no le interese, pero lo pregunta...". Treinta, digo yo. Treinta y uno, dice ella.
- Te ha tocado -anuncia fatídicamente el director.
M. reacciona con prontitud: "Ha sido él".
El director la ignora. Sin ningún tipo de preámbulo, nos pregunta nuestra edad. "No es que me interese", aclara a continuación. Yo pienso: "Ya, no es que no le interese, pero lo pregunta...". Treinta, digo yo. Treinta y uno, dice ella.
- Te ha tocado -anuncia fatídicamente el director.

¿Me han tocado unas vacaciones pagadas a mitad de curso? ¿Un lavavajillas que no me entrará en casa? ¿Una colección de libros, dvd's y otro tipo de material educativo? Nada de eso... ¡El más joven de plantilla tiene que ser el secretario para el proceso de elección del Consejo Escolar!
Llegó el día. Salvando las bromas acerca de mi condición pipiola, comiendo a toda prisa para estar con antelación y preparar el momento, supe mi papel enseguida: mantenerme callado e inmóvil a la izquierda del director (a la derecha estaba la otra secretaria, que en este caso era la que más tiempo de permanencia en el centro llevaba). Alzados por la tarima, descubrí algo con horror:
¡Desde esa altura se observa a la perfección a todos los profesores del claustro! Tanto si duermes, como si hablas, como si te hurgas la nariz, de todo eso queda constancia desde esa privilegiada posición. Por no hablar de que los compañeros no callan ni debajo del agua a pesar de que eso deviene en que el claustro acabará más tarde.
Se repartieron las papeletas, se pidió a los compañeros que se presentaban que dijesen unas palabras, se dieron unas breves instrucciones y se fue llamando a todo el mundo para dejar su papel en la urna. Fue menos tedioso de lo que imaginaba, incluso lo que vino a continuación: el escrutinio.
Ya antes de empezar había anotado en la pizarra a los siete candidatos y ahora tocaba ir recabando los votos. Apenas se quedó una docena de personas. El director fue disparando los nombres y yo iba recogiendo con palitos como podía, hasta que alguien pidió que fuera más lento para que no tuviese que ir tan apurado.
Al final, salieron elegidas, entre los cuatro representantes que se requerían, las dos compañeras que yo conocía, pese a su corta experiencia en el centro frente a los otros que proclamaban años y años al servicio del centro. Pero lo más importante: ya podía irme a casa.
Llegó el día. Salvando las bromas acerca de mi condición pipiola, comiendo a toda prisa para estar con antelación y preparar el momento, supe mi papel enseguida: mantenerme callado e inmóvil a la izquierda del director (a la derecha estaba la otra secretaria, que en este caso era la que más tiempo de permanencia en el centro llevaba). Alzados por la tarima, descubrí algo con horror:
¡Desde esa altura se observa a la perfección a todos los profesores del claustro! Tanto si duermes, como si hablas, como si te hurgas la nariz, de todo eso queda constancia desde esa privilegiada posición. Por no hablar de que los compañeros no callan ni debajo del agua a pesar de que eso deviene en que el claustro acabará más tarde.
Se repartieron las papeletas, se pidió a los compañeros que se presentaban que dijesen unas palabras, se dieron unas breves instrucciones y se fue llamando a todo el mundo para dejar su papel en la urna. Fue menos tedioso de lo que imaginaba, incluso lo que vino a continuación: el escrutinio.
Ya antes de empezar había anotado en la pizarra a los siete candidatos y ahora tocaba ir recabando los votos. Apenas se quedó una docena de personas. El director fue disparando los nombres y yo iba recogiendo con palitos como podía, hasta que alguien pidió que fuera más lento para que no tuviese que ir tan apurado.
Al final, salieron elegidas, entre los cuatro representantes que se requerían, las dos compañeras que yo conocía, pese a su corta experiencia en el centro frente a los otros que proclamaban años y años al servicio del centro. Pero lo más importante: ya podía irme a casa.